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¿La Educación Social: ¿mecanismo de estigmatización social?

Hoy en día, la Educación Social, según Lagrange y Oberti, 2006, está muy enfocada al sector juvenil a raíz de las múltiples revueltas en toda la Unión Europea. Por eso hay que evitar que la Educación Social se vea como una estrategia para contener los efectos de este sector y, por tanto, que parezca que sólo se centra en un único ámbito social.

Estas dudas nos pueden llevar a pensar, tal y como argumenta José Ortega Esteban, 1999, que a menudo la aplicación real de la Educación Social se limita a poblaciones y ámbitos particulares. Es decir, vinculamos esta profesión con el hecho de que sólo trata con individuos o colectivos con conflictos sociales o que presentan un alto grado de vulnerabilidad social.

Esta estigmatización ficticia que adquiere la Educación Social lleva a efectos no deseados de la misma práctica profesional, ya que son una reproducción de las desigualdades sociales y de la exclusión. Esta especialización forzada de la cual hablábamos anteriormente, viene determinada porque los especialistas y profesionales se ven obligados a priorizar el colectivo destinatario de las intervenciones y de los recursos disponibles. El problema que adquiere esta atención priorizada es que fragmenta la situación de quienes necesitan la ayuda, ya que se encuentran en una situación de riesgo social y acaban convirtiéndose en colectivos etiquetados y estereotipados.

Esta estigmatización se puede dividir en dos grandes niveles: Operación desde fuera, cómo ven los demás, los otros usuarios que disfrutan de un determinado servicio de Educación Social, o desde dentro, criterios de diferencia de trato en un mismo grupo. Normalmente, la segunda viene determinada por la vergüenza y el rechazo (Wacquant, 2008).

Como conclusión final, toda práctica profesional relacionada con la Educación Social tiene que ser vigilada, puesto que se debe evitar contradecir los principios fundamentales de la educación y, como consecuencia, que se fomente la exclusión social y las desigualdades. Para evitarlo, Puig, Nuñez y Moyano (2011, 2010, 2010) nos proponen supervisar la práctica y ofrecer más atención a quienes se destinan nuestras intervenciones profesionales, de forma que podamos valorar a cada persona como se merece y acompañarla en su proceso de vida.

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